Vida y obra del pintoresco serbio, campeón de la Copa Davis; su infancia y la guerra, su devoción por los libros y el arte, y la rareza de ganarse la vida con una raqueta.
Detrás del ventanal, el pequeño Janko se resguardaba de la humareda del bombardeo. Belgrado, por esos años, era un teatro sangriento: serbios, croatas y otros hermanos creían tener la razón. La guerra era como el sol, el día y la noche: cosa de todos los días. Hijo de Pavle, un profesor de educación física y de Vesna, una abogada devenida en ama de casa, aquellos días de escolaridad primaria quedaron marcados en la piel de Janko Tipsarevic, el tenista serbio de 26 años que, detrás de sus gafas coloridas y pañuelos que rodean su cabellera, esconde una personalidad excéntrica que excede el rectángulo de los courts. El Doctor Loco, según lo conocen en ciertos ámbitos, tiene su otra historia, mientras se desvive por ganar el primer título de ATP. En 2010 besó la clásica Ensalada de Plata, la primera Copa Davis de la historia de Serbia. Alcoholizado y rapado, como Novak Djokovic y todos sus camaradas, gritó ante la multitud: "Viva Serbia, viva la patria". Más tarde, dicen, la fiesta fue verdaderamente interminable. Había cerrado un círculo. El que comenzó a los seis años, cuando tomó por primera vez una raqueta y le sacaba chispas en el New Belgrade Tennis Club.
El exitoso Melbourne 2001 como junior fue apenas una muestra de un futuro promisorio. Que, por ahora, se hace esperar. Mejor, entonces: el espacio puede ser llenado, en exclusividad, por su vida de bibliotecario, de músico, de libre pensador. Se recibió de gerenciador deportivo, aunque aquello, en realidad, es lo de menos. Es, Tipsarevic, un enamorado de la filosofía. Kant, Nietzsche, Schopenhauer, Goethe, solían darle mayor placer que ciertos passing shots. Al menos, hasta ayer nomás. "Cuando me di cuenta de que leía demasiado, empecé a dudar de todo. Del tenis, de mí mismo", contó, alguna vez, acaso mezclado en la angustia del ser o no ser. "Ahora sigo leyendo, pero no tanto. Aunque no quiero que me conozcan como el filósofo del tenis y esas cosas. Soy normal", desafía desde su sencillez. Aunque su brazo izquierdo prometa seguir transitando la aventura del conocimiento: "La belleza salvará al mundo", reza un tatuaje, uno de los tantos que visten su cuerpo, una frase irresistible del genial novelista ruso Fedor Dostoievski.
"Sus mensajes son divertidos y profundos. Es un N°1",
contó, alguna vez, Pico Mónaco, admirador visible de su cuenta de
Twitter. Tiene su acento gaucho el serbio: desde hace un tiempo suele
saborear mates amargos, pura responsabilidad de un argentino que solía
estar dentro de su grupo de colaboradores. Disfruta del calor, del
snowboard y de la música electrónica (en sus ratos libres, también se
divierte como dijey), todo eso también pertenece a su vida de nómade
profesional. Pero volvía a los libros. "Leía y me preguntaba. ¿soy
feliz? Y esas cosas.", explicaba. Hasta llegó a pensar, entre set y set,
que la "inteligencia puede quitar la felicidad". Se sentó después de
una de las tantas derrotas dignas del circuito y lo pensó muy bien. "Voy
a parar un poco", se dijo. Y tomó un pincel: hasta cuentan que sus
garabatos comenzaron a tener forma de pinturas. Pequeñísimas obras de
arte.
Cuando lee, por las noches, es un gato doméstico. Cuando juega,
durante el día, es un león en celo. Cuando lee, puede hacerlo en serbio,
inglés y ruso. Cuando juega, se inspira en Agassi, su ídolo. En
septiembre se casó con la modelo Biljana Sesevic y sellaron su historia
de amor en Dubai. Al casamiento fueron todos los que debían ir: aunque
siempre Nole Djokovic es el centro de la celebración.
Cuando juega, cuando escribe, suele revivir aquellas noches
de bombardeos lejanos, tomado de las manos de sus padres. Afines al
controvertido gobierno de Slobodan Milosevic, aquella infancia tuvo el
sabor verdadero de vivir el día a día. "No sabíamos qué podía pasar. El
país se caía a pedazos, pero mi padre me insistía en que no podía
renunciar a mi sueño", expuso un día de emoción. Pudo viajar a Miami,
pudo viajar a Barcelona, aunque se quedó en Belgrado. Con su madre, que
todos los días le dejaba en su mesa de luz un libro por explorar. Con su
padre, que todos los días le perfeccionaba el grip de su gastada
raqueta.
De viaje en viaje, ya no sufre aquellas sirenas que
marcaban el estado de sitio diario. No hay bombardeos en su vida,
tampoco ese humeante zumbido en sus oídos. Lee menos filosofía y, cuando
la vida se lo permite, lanza un nuevo desafío. "Me gustaría ir más
seguido a la red", confiesa, vestido, ahora sí, de tenista de elite.
Fuente: Ariel Ruya
Fotos: Google